Este domingo, en el que celebramos la Jornada Mundial del Enfermo, la Palabra del Señor se refieren a una enfermedad, que en la antigüedad representaba una realidad triste y deplorable, “la lepra”. Además del problema fisiológico y de sus consecuencias para la salud pública, tenía fuertes connotaciones sociales y religiosas.
 
 
El libro del Levítico describe con detalle la tan temida enfermedad en Israel. Sin embargo, lo que se denominaba “lepra” era algo más amplio de lo que hoy se conoce
como “mal de Hansen” (causada por el bacilo Mycobacterium leprae). Abarcaba una serie de afecciones de la piel, manchas, ronchas y granos, que se extendían por diversas partes del cuerpo, algunas sin curación. Lo más triste era que los leprosos, al ser considerados “impuros”, se les exigía vivir aislados, lejos de la familia y del resto de las personas, para no contaminarlas.
 
Marginados y condenados al confinamiento permanente por su impureza, sin familia ni amigos y exhibiendo su terrible desgracia, para que nadie se acercara, los leprosos tenían que gritar: “¡Estoy contaminado¡ ¡Soy impuro!” (Lev 13,45). Rechazados, sin encontrar siquiera consuelo en su religión, pues estaban inhabilitados para el culto. Al no poder trabajar, “apestados”, estaban condenados a vivir míseramente y con el estigma de considerarse castigados por Dios.
 
Aquella situación podría verse hoy como producto de una cultura discriminatoria, intolerante y violatoria de los derechos humanos. Pero, además de ubicarnos en el contexto temporal y cultural de esa época, es un buen motivo para revisar nuestras propias actitudes: la exclusión de los pobres, indígenas, migrantes y discapacitados. El Papa Francisco advierte sobre la “cultura del descarte”: “Con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad… Los excluidos son desechos, «sobrantes»” (EG 53).
 
Jesús no se fija en las apariencias. Mira el corazón. Él mismo es quien se aproxima al leproso, a pesar de las prohibiciones legales y de la exclusión social y religiosa. “Si quieres puedes curarme” es una súplica que expresa la confianza del enfermo. Jesús no sólo se le acerca, sino que le extiende la mano, incluso, lo toca, infringiendo normas rituales. Pero lejos de ser una simple trasgresión, este gesto expresa cercanía, compasión y amor al necesitado, la norma suprema.
 
La expresión de Jesús: “¡Sí, quiero!”, manifiesta su voluntad de ayudar al leproso. Pero se contenta con mirar desde lejos el dolor humano, sino que se identifica con éste, lo asume y le otorga sentido salvífico. De un ser indeseable, Jesús rescata un ser humano que puede presentarse dignamente, interior y exteriormente restablecido, ante los sacerdotes, autorizados para certificar su pureza. Por eso, se acerca al enfermo, se compromete y actúa.
 
El tocar es un signo elocuente y expresivo. La mano de Jesús rompe barreras y sana. No teme contaminarse con la indignidad y miseria humana. Al mismo tiempo que Jesús quiere sanarnos de nuestras “lepras”, los males que nos subyugan y secuestran nuestra dignidad, también nos llama a romper las barreras que hemos ido construyendo en torno a los leprosos de hoy, los excluidos por enfermedad, migración, condición étnica, ancianidad… Pero entonces acontece lo más asombroso: el que había estado leproso alaba y anuncia por doquier la Buena Nueva. Cuando los pobres, miserables y marginados evangelizan, el anuncio de la Palabra se fortalece.
 
A través de nosotros, sanados de nuestras propias “lepras”, Jesús quiere seguir tocando, bendiciendo, curando y devolviendo la dignidad a los leprosos de hoy. Pero necesitamos quitar barreras y derribar muros, para generar la sensibilidad y compasión. Que a través de nuestras manos el Señor siga tocando y acariciando y, a través de nuestros ojos, continúe mirando con alegría y ternura, y a través de nuestros corazones, siga restaurando y humanizando.
 
San Pablo nos exhorta a hacer todo “para gloria de Dios… y no para “buscar el propio interés, sino el de los demás…” El Apóstol nos desafía a que seamos sus imitadores como él lo es de Cristo, de modo que así también nosotros tengamos el mismo amor y compasión que tuvo el Señor Jesús.
 
En este domingo, Jornada Mundial del Enfermo, pedimos al Señor que sane a todos los que padecen enfermedades físicas, psíquicas y espirituales. Que, con la fuerza de su Palabra y de la Eucaristía, sepamos rechazar todo tipo de exclusión que socaba la dignidad humana y que logremos ver siempre en el pobre y desvalido el rostro sufriente de Cristo en su pasión y cruz, de modo que seamos testigos de su misericordia y de la obra de la redención.
 
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