Este domingo la Palabra de Dios toca el núcleo de nuestra fe cristiana. El pasaje del evangelio, que se está precisamente en el centro del esquema narrativo del evangelio de san Marcos, es como el corazón de este mismo. La escena, que se ubica en Cesarea de Filipo, junto a las fuentes del Jordán, divide en dos grandes secciones este evangelio: antes de la confesión de fe de Pedro y después de ésta.
Allí Jesús plantea a sus discípulos la pregunta crucial: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. El Señor no pide informaciones superficiales sobre su persona, más bien cuestiona acerca de su identidad. Por eso la importancia de la pregunta: ¿Quién es realmente Jesús? Los discípulos recogen lo que dice la gente: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros que Elías; y otros que alguno de los profetas”.
Las respuestas de la gente son positivas en sí mismas. Comparar a alguien con personajes ilustres de Israel resultaba halagador. Sin embargo, tales respuestas no logran descubrir la verdadera identidad de Jesús. Por eso él formula la misma pregunta a sus discípulos, de modo directo y explícito: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?”
Simón Pedro, como en otros momentos, de inmediato toma la palabra y responde en nombre de los otros discípulos. Su respuesta constituye una auténtica profesión de fe: “Tú eres el Mesías”. San Marcos, el más antiguo de los evangelios, ofrece esta versión corta y lapidaria, pero cuyo contenido es esencialmente el mismo de los demás evangelios sinópticos. Jesús es el “ungido” prometido por Dios para salvar a su pueblo. Pero, ¿en qué consiste propiamente su mesianismo? Entre los judíos se habían despertado muchas expectativas: un caudillo, un mesías guerrero, un rey poderoso, un mesías sacerdote… En cambio, la confesión de Pedro abre paso al tema del camino y del destino de Jesús, como Mesías sufriente.
San Marcos presenta una novedad, que expresa así: “Jesús, entonces, comenzó a enseñarles…” (8,31). Esta nueva enseñanza revela el sentido de su mesianismo, cumpliendo lo anunciado por Isaías: la salvación por el sufrimiento y la entrega hasta la muerte. Ha quedado atrás la actividad de Jesús en las aldeas de Galilea. Ahora empieza el camino hacia Jerusalén, a donde se dirige para ofrendar su vida en la cruz y para resucitar, según la voluntad del Padre. Inicia la instrucción sobre el “camino de la cruz”, hacia la resurrección gloriosa.
Caminando hacia Jerusalén, Jesús pide renuncia, seguimiento y llevar su misma cruz; pide adhesión al Padre, a su persona y a la comunidad, servicio y fidelidad hasta la muerte. Si el Mesías va a inmolarse en obediencia al Padre para el rescate de todos, también sus discípulos deben seguirlo, haciendo suyo el sentido de la vida y la entrega del Maestro, al estilo del Siervo sufriente, del que habló el Profeta Isaías.
Entonces ocurre una paradoja. La oposición de Pedro, quien acaba de reconocerlo como Mesías, es ahora el primer escollo que enfrenta Jesús. Tanto Pedro, como los demás discípulos necesitan entender que la decisión del Maestro responde a la voluntad del Padre. Podría haberse quedado en Galilea, donde tanta gente lo apreciaba, pero su Padre le pide ir a Jerusalén, al lugar de la muerte y de la resurrección.
No es fácil entender la enseñanza sobre el mesianismo de Jesús. Pedro, a pesar de haberlo reconocido como tal, lo llevó aparte “y comenzó a reprenderlo”. No logra entender cómo el mesianismo de su Maestro, que está teniendo tanto éxito, implique sufrimiento y muerte, por eso intenta corregirlo. “Pero Jesús se volvió y, en presencia de sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: «¡Ponte detrás de mí, Satanás, tú no piensas como Dios, sino como los hombres!”. Al oponerse a la voluntad de Dios, Pedro se comporta como un “satanás” (adversario). Entonces Jesús le pide que “se ponga detrás de él”, es decir, que sea discípulo y no intente colocarse delante como maestro. Luego señala a todos las condiciones para seguirlo: renunciarse y llevar la cruz.
El camino del Mesías y, por ende, el de sus discípulos el de la cruz. Seguirlo requiere de una fe auténtica, firme, valiente y decidida, a pesar de que no se comprenda del todo. Renunciar a sí mismo para seguir a Jesús significa superar la tentación del miedo y de la huida; implica rechazar privilegios e intereses ajenos al Reino, apartándose de todo lo que impide la fidelidad al Mesías, para integrase a la nueva familia, la Iglesia, en actitud sinodal y misionera. Cargar la cruz significa optar por el Mesías, en actitud de amor y entrega oblativa.
Esa fe, que es adhesión incondicional a Jesús y a su misión como Mesías sufriente y glorioso, debe expresarse en obras, como recuerda el apóstol Santiago: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?” Después de ejemplificar la necesidad de proporcionar ropa y alimento al hermano necesitado, sentencia: “Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta”. La fe viva se compromete en la sociedad y en la construcción de una nación genuinamente libre. No es indiferente a las realidades socio políticas que nos afectan y esclavizan.
En conclusión, de la respuesta a la pregunta formulada por Jesús, “¿quién soy yo?”, nace la firme adhesión a él como el Mesías de Dios, es decir la fe genuina, que se alimenta de la Palabra y de la Eucaristía y cuya autenticidad se expresa y corrobora en las obras de caridad.
Descubre más de nuestros artículos en el sitio de Diócesis de Azcapotzalco