El evangelio toca un punto neurálgico de nuestra identidad cristiana. Se trata de una actitud fundamental que debiera caracterizar nuestro ser: el perdón y el amor a los enemigos. Este es un tema muy complejo de comprender y una tarea más difícil de practicar, pero resulta imprescindible si queremos ser realmente discípulos de Jesús.
 
La enseñanza evangélica choca de inmediato con nuestras reacciones espontáneas. Lo “normal” ante una ofensa o una agresión es responder con otra semejante, incluso mayor. En cambio, Jesús nos dice: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por los que los difaman”. La actitud que nos pide el Señor no consiste sólo en hacer caso omiso de las ofensas y simplemente pasarlas por alto, con oídos sordos. Consiste más bien en dar una respuesta totalmente opuesta al daño recibido. Jesús pide a sus discípulos responder el mal, haciendo el bien.
 
Las imágenes, como “poner la otra mejilla” al agresor u “ofrecer la túnica” al abusivo son muy elocuentes. Expresan la disponibilidad absoluta para responder con bien a quien nos hace daño. Esto podría parecer injusto, si la justicia se entiende en el sentido clásico de “dar a cada quien lo que le corresponde”. Sin embargo, la “justicia” que Jesús enseña es otra, es “dar a cada uno lo que necesita”. San Pablo recuerda que cuando éramos enemigos de Dios, Él “nos reconcilió mediante la muerte de su Hijo” (Rm 5,10). Esto significa que, a pesar de ser pecadores rebeldes, merecedores de castigo, Dios no se contentó con soportarnos con paciencia e ignorar nuestras faltas, sino que nos amó hasta el extremo de entregarnos a su propio Hijo. En eso consistió la originalidad de su “justicia”. No aplicó el castigo que merecíamos, al contrario, nos ofreció lo que necesitábamos: la Redención, mediante la entrega de lo más amado, su propio Hijo.
 
Desde la perspectiva humana, amar a los enemigos parece imposible, pero no así desde la del Evangelio. Ser “discípulo” de Jesús es “aprender” su estilo de vida, lo que no sólo pide autodominio, sino exige generosidad y oblación de uno mismo. Requiere capacidad para vencer resentimientos, odios y venganzas y para amar a nuestros enemigos, como Jesús nos enseñó. Ser discípulos misioneros de Cristo nos significa aprender sus enseñanzas y ser fieles a su estilo de vida, siendo compasivos como el Padre es compasivo. Así es el rostro misericordioso de Dios que nos revela el Hijo. No solo no rechaza a los pecadores, sino que los ama, perdona e invita a la comunión.
 
El primer libro de Samuel vislumbraba ya de alguna forma ese camino. Presenta una gran victoria de David sobre Saúl, cuando éste lo perseguía para matarlo, a pesar de no haberle hecho mal alguno. La única “falta” de David era haber tenido un éxito mayor al del rey, quien preso de envidia, lo veía como enemigo que debía eliminar. A David se le presento la oportunidad acabar con su perseguidor. Abisay, su servidor, lo invitó vengarse, pero David decidió no atentar contra “el ungido del Señor” y perdonarle la vida. El “triunfo” de David, perfila ya la enseñanza de Jesús, quien, sin embargo, no nos pide sólo renunciar a la violencia y la venganza contra sus “ungidos” por el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal, sino que amemos a todos sin excepción, incluso a los que nos dañan.
 
Pareciera que el evangelio nos propone algo imposible de practicar. Corremos el riesgo de desilusionarnos y preguntar: ¿qué idea tiene el Dios de Jesucristo del ser humano, para proponer semejante osadía? Sin embargo, hay que invertir la pregunta: ¿qué imagen nos hemos hecho de Dios para considerar imposible el horizonte que nos despliega Jesús? Si creemos que es imposible vivir conforme a esta enseñanza de Jesús, significa que, en vez de ser imagen y semejanza de Dios, más bien hemos diseñado y construido un “dios” a nuestra imagen, una “caricatura de Dios”, o uno que no es el Padre de Jesús.
 
Jesús no aprueba las injusticias, pero propone un modo distinto de existir, en un mundo donde Dios reine por medio del perdón y la misericordia. Odio y venganza son cáncer que crece incontrolable, con muchas formas de metástasis; corroe nuestra vida y nos sumerge en espiral devastadora de violencia que engendra más violencia. En cambio, el perdón es el testamento escrito por el propio Jesús en la cruz, la herencia bendita de un costado herido con saña por una lanza criminal, pero convertido en manantial del que brota la vida. El agua y la sangre de su cuerpo traspasado en la cruz pueden purificar el odio esparcido a lo largo del mundo, en toda la historia humana.
 
El Señor nos sana con su perdón y misericordia. Aprender su ejemplo es tarea del discípulo, enviado a transformar los escenarios de violencia y muerte, en otros de paz y de vida; a trasformar los signos de odio y la venganza en otros de perdón y reconciliación. Jesús nos sigue diciendo: “amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa… Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso”. Alimentados con la Palabra y la Eucaristía, seamos misioneros de esperanza para construir un mundo que se rija por el perdón y la compasión, el testamento sellado en la cruz, con la sangre redentora.