“Alégrate sobremanera Hija de Sión, da gritos de júbilo, hija de Jerusalén…” “¡Dios y rey mío, yo te alabaré, bendeciré tu nombre por siempre y para siempre!” (Zac 9,9-10).“¡Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla!” (Mt 11,25). Estas expresiones del profeta Zacarías y de Jesús están impregnadas de profunda alegría. Pero no se trata de aquella simple, pasajera y efímera. Son más bien gritos de la alegría más auténtica y plena, la que brota de lo más profundo del corazón y tiene su origen en Dios mismo, manantial inagotable de felicidad y gozo.
La segunda parte del libro del Profeta Zacarías, que escuchamos hoy data de finales del s. IV y principios del s. III a.C., cuando declinaba el imperio griego. El tono de esta parte del libro es de gozo, pues se trata de un anuncio de salvación. Predice la liberación de Israel, que inicia con la llegada de un personaje al que se le denomina “rey y mesías” (Zac 9,9). Anuncia que un nuevo pastor llevará a cabo ese proyecto divino, a pesar de que chocará con la degradación religiosa del pueblo y sus dirigentes (Zac 11,4-17).
El libro de Zacarías describe la restauración del reinado de Dios con la llegada de un rey “justo y victorioso”. Éste no se parece los reyes que hacen alarde de su poder y fuerza. Era habitual que los soberanos, al regreso de una victoria, aunque ellos no hubiesen ido personalmente a la guerra, entraran en la ciudad al frente de sus ejércitos, montados en briosos corceles, para ser aclamados en una “entrada triunfal”. En cambio el “rey mesías” del que habla Zacarías es diferente. Llega victorioso, pero sin alarde de poder. Entra más bien humilde, montado en un burrito. Esto indica que viene a inaugurar una época nueva, distinta y con un forma diversa de gobernar. Ya no se basará en la fuerza de las armas, ni en las alianzas humanas, sino en la fe y confianza en el Señor.
El Profeta anuncia esa nueva época, con gritos de júbilo. Ya no triunfarán los más fuertes, ni vencerán los poderosos. El Señor mismo hará desaparecer los carros de guerra, quebrará las lanzas y destruirá las espadas, romperá los arcos de los guerreros y anunciará la paz a las naciones. Éste es el motivo del júbilo, que sólo puede acontecer por la presencia poderosa de Dios.
El humilde “rey-mesías” iniciará una época diferente, en la que están por desaparecer los carros de guerra y los caballos de combate, para abrir paso a la reconciliación y a la paz. Este anuncio encuentra su plena realización cuando el verdadero y auténtico Mesías y Rey, Jesús de Nazaret, antes de padecer, morir y resucitar, entra en Jerusalén montando un burrito, cumpliendo así plenamente la profecía hecha por Zacarías. La nueva época ha llegado. La presencia de Jesús genera la genuina alegría, porque en él acontece la salvación de Dios con toda su plenitud. Él y su palabra son “Evangelio” o “Buena Noticia” por excelencia, pues anuncia con gozo el infinito amor del Padre, que nos salva por medio de su Hijo.
Por eso, para que desaparezcan los carros de guerra, las armas mortales y las manos criminales, es preciso creer en el Evangelio. De otra forma, seguirán campeando signos de muerte: violencia, crimen, delincuencia, injusticia… Continuarán creciendo y multiplicando en nuestra sociedad muchos males, como cáncer con muchas formas de metástasis.
Nuestro gozo nace del encuentro con Jesucristo, como nos recuerda el Papa Francisco: “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).
Para que nazca y renazca la alegría del encuentro con Cristo, es preciso tener un corazón humilde, como él mismo dice a su Padre: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las revelado a la gente sencilla”.
Jesús alaba a su Padre por revelarse a los pequeños y sencillos, que reciben el don divino de la fe. Al mismo tiempo invita para se acerquen a él todos los que se esfuerzan y ofrece alivio a los agobiados por el pesado “yugo” del arduo cumplimiento de la ley. Paradójicamente, en la “Nueva Ley” ese “yugo” queda transformado en suavidad que conforta, consuela y libera de los abrumadores preceptos legales antiguos.
Jesús alaba y agradece al Padre porque revela su salvación a los humildes, porque sólo ellos pueden entender y asumir su estilo de vida. También los fatigados y agobiados por muchas cargas (enfermedades, inseguridad, penas, marginación, problemas familiares, carencias económicas) pueden experimentar el yugo suave del infinito amor que conforta y alivia.
Sólo los que creen en Evangelio pueden comprender la “lógica paradójica” de Jesús, expresada en el Sermón de la montaña. Son bienaventurados los pobres, los afligidos, los misericordiosos, los hambrientos y sedientos de justicia, los que trabajan por la paz…, porque ellos son capaces de abrir su corazón sencillo y humilde, para experimentar plenamente el amor de Dios, fuente alegría infinita, ofrecido en Jesucristo su Hijo, quien ahora se nos dona como alimento en su Palabra y en la Eucaristía.
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