Iniciamos el año litúrgico con el primer domingo de Adviento. Este tiempo especial de preparación para la venida del Señor nos dispone a celebrar la Navidad, pero sobre todo nos recuerda que debemos estar preparados para su venida definitiva, cuando vuelva glorioso al final de los tiempos.
La visión de Isaías sobre los días finales pareciera catastrófica, pero es más bien un oráculo de armonía y paz y una invitación a cumplir la voluntad del Señor. Esta visión del s. VIII a. C. sigue siendo actual y muy útil para todos nosotros que también caminamos por senderos tortuosos e inciertos, con complejos escenarios como la pérdida de valores básicos, falta de respeto a la vida, inseguridad, violencia, criminalidad…
Isaías anuncia la justicia y la paz que quiere Dios, “el árbitro de las naciones y el juez de pueblos numerosos”. Las imágenes son bellas y elocuentes. Las armas de guerra serán fundidas para convertirlas en instrumentos de labranza: “de las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas”. Las pugnas fratricidas abrirán paso al cultivo de la tierra, que producirá sus frutos, para alimentar a todos. La presentación profética es maravillosa. El mal no viene de Dios, procede del egoísmo humano, que genera discordias y divisiones y desemboca en guerras fratricidas. Pero si en verdad aceptamos el deseo de Dios para la humanidad, como anuncia el Profeta, “ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra”. Entonces habrá paz y armonía entre los seres humanos y todos podremos caminar “a la luz del Señor”.
El Adviento nos recuerda que Jesús ha venido, viene y vendrá como generador de paz, fraternidad y armonía, pues ésta es la voluntad de su Padre. Preparamos cada venida del Señor, orando y evangelizando con entusiasmo para que su atracción crezca y haga que todos los pueblos busquen la paz, la reconciliación, la fraternidad y el amor.
Jesús nos exhorta a “velar”, a estar preparados, pues no sabemos el día en que volverá. El ejemplo de los tiempos de Noé es elocuente, cuando la gente que llevaba una vida despreocupada fue sorprendida por el diluvio: “así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre”. Nos invita a no “dormirnos”, a no dejarnos llevar por malos deseos, pues habremos de comparecer ante el Juez justo. “Velar”, en cambio, significa orientar la vida hacia la generosidad, el perdón, el amor a Dios y al prójimo y tener el ánimo dirigido a lo que realmente es valioso.
Quien esté “velando” no quedará sorprendido por la venida final y definitiva del Hijo del hombre. Pero la vigilancia es necesaria ya ahora, porque el Señor viene constantemente a nuestra vida de muchas formas. Necesitamos estar atentos para discernir su voluntad, que es la de su Padre. Por eso, san Pablo nos exhorta a estar preparados: “la noche está avanzada y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz, del mismo modo como Isaías llamaba a la “Casa de Jacob” a “caminar a la luz del Señor”.
El Adviento es tiempo favorable para despertar del letargo espiritual, para erradicar todo lo que pertenecen al reino de la tinieblas y para revestirnos con “las armas de la luz”, es decir del reino de Dios. Esto es comportarnos “honestamente, como se hace en pleno día”. Las obras malas se hacen a escondidas en la oscuridad, en cambio las buenas obras se llevan a cabo a plena luz. Pero no se trata sólo de la luz solar, sino sobre todo de “la Luz verdadera que ilumina a todo el que viene a este mundo” (Jn 1,9), de quien procede toda obra buena.
Necesitamos “despertar” de los letargos que nos adormecen y nos impiden construir una mejor humanidad, en la que haya paz, respeto y fraternidad. Si los cristianos, “revestidos de las armas de la luz”, forjamos “de las espadas arados y de las lanzas, podaderas” el odio, la violencia y las luchas fratricidas abrirán paso al cultivo de la tierra y ésta producirá sus frutos para alimentar a la humanidad y nadie sufrirá hambre o necesidad.
El “Hijo del hombre” que vino hace dos mil años a Belén, viene constantemente a nuestras vidas, en su Palabra y en sus sacramentos, pero también en cada hermano necesitado. Él será también el justo Juez en el momento de nuestra muerte y cuando retorne con poder y gloria.
La presencia del Hijo del hombre nunca será motivo de miedo o angustia para todo el que se encuentre vigilante. Por el contrario, su presencia salvadora y redentora será siempre motivo de inmenso gozo, pues nos lleva a participar de su luz que no conoce ocaso. Necesitamos estar preparados, irreprochables, conservándonos “en santidad y justicia”, hasta que vuelva, al final de los tiempos.
